El grito del Señor en la última cena fue “que todos sean
uno”. Éste es su anhelo más grande, su mayor deseo: que todos sean uno en su
Corazón. La pastoral de comunión, de ecumenismo, de unidad… ha de realizarse
siempre en el amor, amor que brota de su Corazón abierto.
Cristo es la fuente de la unidad. En su Corazón somos
uno. Él no sólo da unidad a toda la Iglesia, sino también nos hace uno en el amor,
en su Amor, para vivir entregando la vida y sembrando esperanza de unidad, allí
donde hay división y los corazones están rotos.
Las heridas contra la unidad de la Iglesia, contra la
unidad del género humano, contra la unidad de cada persona que por el pecado
está dividida, se “curan” volviendo una y otra vez a beber de las fuentes del
Corazón del Salvador.
Es su Corazón, en ese “punto rojo” –como lo llama von
Balthasar- donde se realiza la unidad, la armonía, el “ser uno”, y donde toda
la Iglesia encuentra el gozo de vivir en comunión con su Señor.
El pecado divide, el Corazón de Cristo une. Las
divisiones siempre son producto de la dureza de nuestro corazón, de las faltas
de mansedumbre y de humildad. La unidad se logra cuando vivimos en la Verdad
que es Cristo. Desde la Verdad, que nos transmite la Iglesia, hemos de vivir
con el convencimiento de que nada ni nadie nos podrá separar del Amor Redentor
de Cristo, que desea siempre para nosotros el Sumo Bien.
Así, el Corazón de Cristo, que se abre de par en par, es
para nosotros fuente de unidad, porque es ahí donde los hombres aprenden que
“Dios es Amor” (1 Jn. 4,8) y que el amor tiene un nombre: el Corazón de Jesús.