(Marcos 1, 21-28)
Siempre me ha interrogado la vida y el amor de Jesús en todo. Se acercaban
a Él porque transmitía vida y acogía a todos. Nadie se marchaba de su lado sin
haber experimentado de una u otra manera que era amado de Dios, de una forma
única e irrepetible. Pero lo que más me ha impresionado siempre ha sido que
Jesús no enseñaba como los demás, enseñaba con autoridad. ¿Qué significa esta
autoridad? Jesús siempre era sugerente y no imponía nada que uno no pudiese
aceptar libremente. «Si quieres...», le dijo al joven rico.
He llegado a la conclusión de que la autoridad de Jesús se fundamentaba en
que estaba detrás de ella la coherencia de su vida. Jesús enseñaba con
autoridad porque todo lo que decía lo vivía. Su autoridad era su amor
incondicional, la entrega total y absoluta de su vida. Nada le desautorizaba,
porque lo que decía lo vivía, y en lo que mandaba estaba detrás la explicación
con su ejemplo. Era coherente y veraz en todo, ésta era la autoridad que causa
asombro.
Enseñar con autoridad al estilo de Jesús es no un autoritarismo
que no sabe de comprensión con las personas y que tiene mucho de amor propio. Enseñar
con autoridad es la coherencia de que quienes le conocían decían de Él: «He
ahí un hombre que lo que enseña lo vive y, sobre todo, que, antes de nada,
enseña con su ejemplo de vida». ¡Qué distinto nuestro mundo de tanta palabrería
y de tan poco hacer. De acciones sin contenido. De charlatanes sin cumplir casi
con nada! Me quedo con Jesús, con su autoridad, la única que sigue siendo
creíble, que brota de una vida auténtica, que se moja el primero.
Autoridad, porque no decía, ni enseñaba nada que no estuviera explicado con su
vida.
Precisamente porque en la situación que hoy vivimos hay tanta inflación de
palabras, por eso, hay tanto autoritarismo y tan poca autoridad, al estilo
de Jesús. Nos falta vida y nos sobran palabras. Sólo con asomarse un
poquito a nuestro querido, maltrecho y pequeño mundo, nos damos cuenta de ello.