DOMINGO XVIII.
Tesoros.
Lc 12, 13-21.
Nuestro corazón
es un corazón de deseo. Anhelamos ser felices sin faltarnos de nada. Así,
ponemos la felicidad en tener salud, dinero y amor. Ser feliz para el corazón
humano es tener, poseer y triunfar. La felicidad, con Jesús, es otra cosa, es
otra realidad. No es lo mismo. Para el Señor, la clave de su felicidad
evangélica consiste en tenerle a Él como tesoro de nuestro corazón, y por Él
estemos dispuestos a venderlo todo con tal de tenerle como Amor y fuente de
amor.
En este
evangelio, Lucas nos presenta un Jesús con los pies en el suelo. Tanto acumular
riquezas y después para quién serán. Como dice el papa Francisco, jamás he visto camiones de mudanza llevando
los bienes con los que son enterrados
los fallecidos. Todo lo dejamos aquí. Al final de la vida seremos
examinados en el amor.
Sabemos que
todo es vanidad de vanidades. Los ricos se mueren como los pobres, pero con la
amargura de que no han podido disfrutar ni una pizca de lo que pensaban. Cuando
habían construido graneros de seguridad, no habían descubierto que estamos de
paso y que todas las fiestas acaban apagando sus luces porque se acaban y tienen
fecha de caducidad. Es necesario volver a la sensatez de vivir colgados no de
nuestra riqueza, sino de la infinita misericordia y ternura de Dios.
En la medida
en que busquemos los bienes de allá arriba, nuestra vida se convierte en una
verdadera fiesta de alegría y santidad. No nos quedemos en lo que es muy al uso
actualmente, es decir, instalarse en la queja y en la crítica, que dicho sea de
paso, es la mejor vacuna para no ser nunca felices. San Agustín, en un
comentario luminoso, sostiene que la vida resucitada con Cristo es el cielo y
que se inicia cuando alabamos y agradecemos todos los dones recibidos de su
Amor. Entonces vivimos en la autentica alegría y felicidad de los pobres
evangélicos.
+ Francisco Cerro Chaves
Obispo de Coria-Cáceres