Era
un día de primavera. Dos hombres subieron al templo a orar. Uno daba gracias a
Dios, erguido como un ciprés. El otro miraba al cielo y se sentía pecador.
Los
dos oraron. Pero con distinto corazón. Uno, el fariseo, le contó a Dios lo
bueno que era. El publicano oraba como pecador. Se sentía avergonzado y le
decía al Señor que “tuviera compasión de él”.
Cuando
bajaban los dos, el publicano tenía los ojos brillantes de alegría. Se le veía un
hombre reconciliado y reconciliador; amigo de todos y muy cercano al Corazón
del Señor. También me fijé en la cara del fariseo. Tuve la sensación de que al
no mirar a Dios, era incapaz de relacionarse con los demás.