viernes, 4 de julio de 2014

Las inmensas heridas de la vida


(Marcos 1, 29-39)
En el fondo, solo el amor de Dios puede curar las inmensas heridas que nos deja la vida. Los principales destinatarios de Cristo son los sufrientes, y entre ellos, por derecho propio, los enfermos, que, como decía Juan Pablo II, son el tesoro de la Iglesia. Estoy convencido de que si, en este momento, nos dedicásemos, toda la Iglesia, a los que sufren, otro gallo cantaría. Si recorriésemos los caminos de la vida, sanando los corazones destrozados, al servicio de los que viven sin ninguna esperanza, escuchando a la gente que vive como ovejas sin pastor, otro gallo cantaría.
Nuestra tierra, nuestra gente, tiene la impresión real de una profunda soledad, de sufrimientos enormes que no se pueden compartir con nadie, de dramas que la Humanidad a veces vive sola. Sin lugar a dudas, el Señor sigue estando presente, alentando y curando los corazones destrozados; pero también es verdad que es misión de su Iglesia. Nosotros también tenemos que, como Jesús, pasar haciendo el bien. Son muchos los que buscan un consuelo que no encuentran; por eso es tan necesario que nos dediquemos, sobre todo, a la gente que sufre. Es necesario volver al corazón humano; estar cerca de los enfermos; acudir a los que nos necesitan y ser capaces de transmitir la fe, que es el antídoto contra toda soledad. El sufrimiento tiene fecha de caducidad cuando vivimos el gozo del amor de Dios y compartimos con nuestros hermanos. ¿Te atreves?
El Evangelio, que siempre es buena noticia, es también una puerta abierta a la esperanza. Ayer, como hoy, Jesús recorre todos los caminos de la vida, sembrando un estilo y una manera nueva de vivir. Nada de fatalismos. Nada de maldecir la oscuridad. Hay que encender luces a todos aquellos que, en medio del mundo, viven siempre buscando la salvación que tiene un nombre: Jesús.