Editorial: Monte Carmelo.
Año de edición: 2002
ISBN: 978-84-7239-722-4
Sorprende que F. Nietzsche asegurara,
hablando de religión, que sólo había existido un cristiano, Jesús de Nazaret,
pero que ya había muerto. No caeremos en la ingenuidad de pensar que los discípulos
nos parecemos mucho a Jesús, porque todos somos pecadores y, a veces, muy
pecadores. Aun en los más grandes santos, su acercamiento al Maestro es siempre
asintótico. Pero sería injusto hablar, sin más, de la dignidad del cristiano y
de la indignidad de los cristianos. Sólo con mirar a nuestro tiempo más
reciente, a la última centuria, hallamos una constelación de figuras
fascinantes: Juan XXIII, Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe, Edith Stein,
Magdalena Delbrel, M. J. Lagrange, Simone Weil, Guillermo Rovirosa, Manuel
Lozano Garrido, Dietrich Bonhoffer, Luther King.
En ese luminoso retablo, por fuerza
incompleto, de espirituales egregios del siglo XX, lanza sus destellos
fulgurantes, faro multicolor, Carlos de Foucauld. La irrupción de Dios en su
vida, como único Absoluto, le impulsa a darle un sí radical, definitivo,
irreversible: “Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía
hacer otra cosa que vivir para Él”. y al descubrirle como Padre, y su amor
remansado en la humanidad de Jesús, su vida estará regida por este latido
indivisible: “Horas y horas sin hacer otra cosa que mirarle y decirle que le
amo”. Estaba convencido de que “la hora mejor empleada de nuestra vida es
aquella en que amamos más a Jesús”.
Ese amor enardecido a Cristo le llevará a
contar con otro eje, que taladra su vida: el amor universal. Jesús amó sin
discriminar a nadie, como Hijo de un Padre que hace salir el sol sobre buenos y
malos, y deja caer la lluvia sobre las fincas de los hombres religiosos y las
tierras de los más descreídos. Carlos de Foucauld quiere ser “el hermano universal,
amigo de todos, buenos y malos”. Por eso elegirá estar al lado de los últimos,
los tuaregs del desierto, y si tiene que mostrar alguna preferencia, los
destinatarios de su ternura inmarchita serán los pobres, los pequeños, los
esclavos, los enfermos, los extranjeros. Esa evangélica opción por los
excluidos, de los que ahora tanto hablamos, supo vivirla cada día con
generosidad y desinterés.
Ha sido un gran acierto de F. Cerro el haber
titulado estas páginas “Como un viajero en la noche”. Las categorías literarias
del viaje y del camino, de salir de la tierra y vivir en éxodo, llenan las
páginas de la Biblia. Los primeros cristianos se llamaban “los que siguen el
camino”. Nuestra Teresa de Jesús, que el Hermano Carlos leyó dieciséis veces
mientras estuvo en Palestina, tituló una de sus obras “Camino de Perfección”. Foucauld
llegó a decir que “no está bien que si Cristo ha ido a la gloria en tercera
-ésa era la clase ínfima en los ferrocarriles de entonces- nosotros queramos
llegar al cielo en primera”, o lo que todavía sería peor, con la comodidad del
coche-cama.
Jesús salió del Padre, se hizo camino, y
volvió al Padre. La vida espiritual es un caminar, sin instalarse, siempre como
nómada, pisando sus huellas y siguiendo el sendero que nos dejó abierto quien,
por excelencia, es el Camino. Itinerario apasionante éste de ser peregrinos del
Absoluto. Hay que recorrerlo, pero aceptando el riesgo de vivirlo. No basta con
hacer la consulta del mapa o ruta. Ni siquiera con pedirle que nos enseñe su manera
de cantar -¿no nos pedía Nietzsche nuevas canciones?- y caminar. Como al
infante Arnaldos, nos invitará a entrar
en la mar, subir con él a la barca, y navegar, remar “mar adentro”, pues “yo sólo
digo mi canción a quien conmigo va”. Quien se aventure, comenzando por este
breve y bello libro de F. Cerro, quedará tan enamorado de la figura del Hermano
Carlos, que buscará enseguida una literatura más amplia. Me atrevo a
garantizarle que no le defraudarán.
Antonio
González-Fraile
(De la introducción del libro)